¿Qué sabemos (de verdad) sobre la comorbilidad entre autismo y TDAH?
- Ingrid Ginkgo
- 1 jul
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 3 jul
En los últimos años, se habla cada vez más de la coexistencia de diagnósticos como el autismo (TEA) y el TDAH. Sin embargo, muchas de esas conversaciones se basan en cifras dispares, intuiciones clínicas o experiencias personales. ¿Pero qué sucede cuando sometemos estas intuiciones al rigor de la investigación? ¿Qué nos revelan los datos cuando miramos más allá de las suposiciones?.
Nota sobre el lenguaje:
El lenguaje utilizado en esta entrada se mantiene fiel al estudio original que analizamos. Esto implica el uso de términos provenientes del ámbito clínico y médico que pueden no reflejar una mirada afirmativa o situada de la neurodivergencia. He decidido conservar esa terminología para respetar la integridad de la investigación, aunque en otros espacios elijo expresarme desde enfoques menos patologizantes.
El estudio EPINED (2024), realizado en la provincia de Tarragona, aporta datos muy valiosos porque analiza esta comorbilidad en una muestra representativa de la población escolar, combinando observaciones familiares, escolares y diagnósticos clínicos rigurosos. Y lo que muestra es tan importante como incómodo.
Pero antes de sumergirnos en los números, vale la pena preguntarse: ¿por qué esta investigación importa tanto? En un mundo donde las experiencias neurodivergentes a menudo se simplifican o se malinterpretan, contar con datos sólidos no es solo una cuestión académica. Es una cuestión de justicia.
¿Qué se propuso este estudio?
La investigación, publicada en la revista Autism Research, quiso responder a una pregunta concreta: ¿Con qué frecuencia coinciden el autismo y el TDAH en la infancia, y qué características tienen estos niños y niñas?.
Para ello, se evaluó a 3727 menores (entre 4 y 11 años) de escuelas ordinarias. Primero se recogieron informes de familias y docentes sobre conductas compatibles con TEA y TDAH. Luego, un grupo de 781 fue evaluado en profundidad por profesionales con herramientas clínicas como el ADOS-2, ADI-R y la entrevista K-SADS.
La metodología importa aquí. No estamos hablando de un estudio que se limitó a revisar expedientes médicos o a aplicar cuestionarios superficiales. Estamos ante una investigación que tomó en serio la complejidad de estas experiencias neurodivergentes.
¿Qué encontraron?
Las cifras rompen algunos supuestos frecuentes:
Solo el 0,51 % del total recibió ambos diagnósticos clínicos.
Sin embargo, casi el 3 % presentaba rasgos claros de ambas condiciones según familias o profesorado.
Entre quienes ya tenían diagnóstico de TEA, un 32,8 % también cumplía criterios clínicos de TDAH.
En el grupo con TDAH, un 9,8 % también cumplía criterios de TEA.
Y una cifra alarmante: Solo el 15,8 % de los niños con comorbilidad TEA + TDAH habían sido diagnosticados previamente de ambas condiciones.
Detengámonos aquí. Esta última cifra no es solo una estadística; es una radiografía de un sistema que falla. Nos habla de infancias que navegan el mundo con cerebros que funcionan de manera compleja y múltiple, pero que solo reciben reconocimiento parcial de esa realidad.
¿Qué significa esto para una familia que ve en su hijo o hija comportamientos que no encajan completamente en ninguna categoría diagnóstica única? ¿Qué significa para el propio menor, que quizá se siente incomprendido incluso dentro de los espacios que, en teoría, deberían entender su neurodivergencia?.
¿Qué más nos dicen los datos?
La comorbilidad fue más frecuente en niños (0,89 %) que en niñas (0,16 %), aunque esto podría reflejar sesgos en la identificación.
Los escolares mayores presentaban más comorbilidad que los preescolares.
Las familias tendieron a reportar más síntomas de TDAH que los docentes, especialmente en niños mayores.
Los menores con ambos diagnósticos mostraban más desregulación emocional y dificultades en memoria de trabajo que quienes tenían solo uno de los diagnósticos.
El dato sobre las diferencias de género merece una reflexión particular. ¿Realmente las niñas presentan menos comorbilidad, o estamos ante otro ejemplo de cómo los sesgos históricos en la identificación de la neurodivergencia siguen operando? La investigación actual sobre autismo y TDAH en mujeres y niñas sugiere que estas condiciones pueden manifestarse de formas menos evidentes o diferentes a las tradicionalmente descritas.
Por otro lado, la discrepancia entre las observaciones familiares y escolares nos recuerda algo fundamental: el contexto importa. Un menor puede mostrar diferentes facetas de su neurodivergencia en diferentes entornos. Esto no es inconsistencia; es humanidad.
¿Qué implicaciones tiene esto?
Que la comorbilidad no siempre se detecta, aunque esté presente. Y que esa falta de detección impide un acompañamiento ajustado.
Que la mirada combinada de escuela y familia resulta clave para identificar señales de alerta, pero aún así puede no ser suficiente sin una evaluación clínica rigurosa.
Que ni el autismo ni el TDAH deberían evaluarse en compartimentos estancos: hay que considerar expresiones solapadas, perfiles no típicos y realidades situadas.
Pero hay algo más profundo aquí. Estos datos nos obligan a cuestionarnos los marcos conceptuales con los que entendemos la neurodivergencia. ¿Qué pasa cuando las categorías diagnósticas no capturan la totalidad de una experiencia? ¿Cómo podemos crear sistemas de apoyo que reconozcan la complejidad sin perderse en ella?.
Una invitación a la reflexión
Piensa en esto: en algún lugar hay un niño o niña que cada día se enfrenta a un mundo que no termina de entender cómo funciona su cerebro. Tal vez en casa se siente comprendido por sus padres, que reconocen sus dificultades de atención, pero en el colegio es etiquetado como "problemático" porque sus estrategias sociales no encajan con las expectativas típicas. O quizá sucede lo contrario: en el aula encuentra estrategias que funcionan, pero en casa las crisis emocionales se intensifican.
Esta no es solo la realidad de unos pocos. Según el estudio EPINED, estamos hablando de experiencias que podrían afectar a 3 de cada 100 menores, aunque solo 1 de cada 100 reciba el reconocimiento diagnóstico completo.
Y ahora, ¿qué hacemos con esto?
Desde una mirada neuroafirmativa, este estudio no refuerza la etiqueta por la etiqueta, sino el derecho a recibir apoyos adecuados. Lo que está en juego no es solo una cifra diagnóstica, sino el acceso a entornos que comprendan las múltiples formas en que se experimenta y se habita la neurodivergencia.
Quizá la gran lección del estudio EPINED sea esta: muchas infancias no encajan en categorías únicas, y eso no es un error del menor, sino un reto para los sistemas que deben sostenerles.
Pero también es una invitación a repensar cómo entendemos la neurodivergencia en general. ¿Qué pasaría si, en lugar de buscar encajar a cada persona en una categoría diagnóstica específica, desarrolláramos sistemas suficientemente flexibles para reconocer y apoyar la diversidad real de experiencias neurodivergentes?.
Una pregunta para llevarse
Te propongo que reflexiones sobre esto: ¿Conoces a alguna persona (quizá tú mismo/a) que haya sentido que su experiencia no encajaba completamente en ninguna categoría diagnóstica única? ¿Cómo cambiaría nuestra sociedad si reconociéramos que la neurodivergencia es más un espectro multidimensional que un conjunto de etiquetas separadas?
En una próxima entrada, exploraremos más a fondo cómo estas formas de comorbilidad pueden (y deben) abordarse en los entornos educativos y familiares, y qué pistas nos dan los perfiles cognitivos y emocionales descritos en el estudio.
Referencia:
Canals, J., Morales-Hidalgo, P., Voltas, N., & Hernández-Martínez, C. (2024). Prevalence of comorbidity of autism and ADHD and associated characteristics in school population: EPINED study. Autism Research, 17(6), 1276–1286.
Puedes descargar el estudio completo en PDF desde el apartado bibliografía de esta página.
Por Mi Lente Neurodivergente
Comments