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El concierto y el recreo: cuando el cuerpo no sabe apagarse

Jim Morrison no sabía salir tranquilo del escenario. Después de una hora de luces estroboscópicas, gritos amplificados, calor sofocante, adrenalina desbordada y muy probablemente una conexión visceral con cientos o miles de personas, su cuerpo seguía completamente encendido. La música había terminado, pero él no.


Cuando el concierto acababa, no podía simplemente dar las gracias, hacer una reverencia e irse a cenar como si nada hubiera pasado. Rompía el micrófono, tiraba las luces, empujaba el pie de la batería, gritaba algo incomprensible al público, se quedaba con la mirada perdida, fija en la multitud, o desaparecía sin más entre bambalinas.


Desde fuera parecía puro rock and roll, provocación calculada, rebeldía de estrella. Pero quizá no fuera eso. Quizá fuera colapso. Su sistema nervioso no podía sostener tanta intensidad acumulada ni apagarse de golpe cuando alguien decidía que "ya está, se acabó".

Después, necesitaba aislarse durante horas, beber, meterse en el océano, escribir en cuadernos hasta el amanecer, cualquier cosa que le ayudara a descargar esa electricidad y encontrar una forma de volver al centro, a algo parecido a la calma.


Eso mismo le pasa a muchos niños con perfil autista, TDAH o con desorden del procesamiento sensorial.


Durante el recreo, su cuerpo está viviendo un concierto parecido: ruido de fondo constante, carreras sin control, sol directo en la cara, contacto físico imprevisto, demandas sociales que no paran (¿jugamos? ¿me prestas? ¿por qué no hablas?), decisiones rápidas, estímulos por todas partes. Para muchos de ellos, esos treinta minutos no son un descanso. Son una sobrecarga sensorial sostenida. Un concierto sin ensayo.


Y entonces suena el timbre.

Se les pide —se les exige— que pasen del caos absoluto al silencio de golpe. De la batería al dictado. Del ruido al renglón. Del movimiento a la silla. Como si hubiera un interruptor. Como si el cerebro funcionara con un botón de on/off.


Pero no pueden.

El cuerpo sigue vibrando. El sistema nervioso sigue procesando lo que acaba de pasar. Las emociones siguen rebotando dentro. Y entonces, claro, la lían: empujan a un compañero, gritan sin razón aparente, se levantan constantemente, contestan mal, desconectan por completo o se quedan bloqueados, mudos, ausentes, mirando a la nada.

Y aparece la etiqueta: "Está provocando". "Es un maleducado". "No quiere trabajar." "Es desafiante, conflictivo".


Pero no es desobediencia. Es desregulación.

Es la misma energía que Morrison no sabía contener al terminar un concierto: una descarga desorganizada de lo que el sistema nervioso no puede regular solo. Un intento desesperado del cuerpo por volver a un estado manejable cuando nadie le ha enseñado cómo hacerlo, y nadie le ha dado tiempo ni espacio para conseguirlo.

Quiza si se le hubiera dado a Morrison quince minutos entre el concierto y la rueda de prensa u otra actividad posterior, un espacio oscuro, silencio, agua fría, la posibilidad de moverse o simplemente respirar sin que nadie le hablara, probablemente no habría roto tantos micrófonos.

Y lo mismo pasa con algunos niños.


No es un lujo, es una necesidad fisiológica.


Si damos un espacio real de transición entre el recreo y la clase —movimiento consciente, un rincón tranquilo, compresión profunda (un abrazo fuerte, empujar una pared, cargar algo pesado), unos minutos de silencio, una actividad predecible que ayude a bajar revoluciones—, no hace falta que rompan el micro.


No hace falta que exploten.


No hace falta castigarlos por algo que, en realidad, no pueden controlar.

Solo necesitan lo que muy probablemente Morrison también necesitaba: que alguien entienda que el cuerpo no se apaga cuando tú decides que es hora de parar.


Este paralelismo busca hacer visible un proceso neurofisiológico difícil de explicar con palabras: cómo un sistema nervioso desbordado no puede “apagar” la intensidad de golpe. No es una analogía clínica, sino una herramienta para empatizar.



Mar en calma
Mar en calma


 
 
 

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